miércoles, 21 de agosto de 2013

La playa

Mentiría si dijera que recuerdo perfectamente la primera vez que fui a la playa. Si conozco que mi contacto con la arena y el mar fue bien temprano es gracias a las fotografías que mi padre hacía a todas horas (una costumbre que no ha dejado) y con mimo revelaba y disponía en álbumes después de cada verano... Solo viendo esas imágenes, conservadas con color antiguo ya, puedo volver a sentir la inmensa felicidad de aquellos momentos que hoy son recuerdos. Recuerdos, algunos, que mi mente ni si quiera alcanza a recordar. Y recuerdos, otros, que mi cabeza no ha sido capaz de borrar. Creo que son esos recuerdos los que hacen que ame el verano con todas mis fuerzas.
Recuerdo cómo saltaba las olas agarrada a las manos de mi madre. Y también cómo jugaba en la arena con cubos, palas y con mi inseparable hermana... Las excursiones a las rocas para coger estrellas de mar y cangrejos (que antes de volver a casa devolvíamos al agua por nuestro bien y el de toda la familia!). Recuerdo a mi abuela y sus reuniones de vecinas a la puerta de casa. Recuerdo los paseos hasta el pueblo de al lado. Recuerdo los columpios detrás de la iglesia. Recuerdo a mis primeros amigos: a los que nunca volví a ver, a los que siguen estando ahí, e incluso a uno muy especial que se marchó demasiado pronto para no volver jamás hace ya cinco años...
Recuerdo las heridas de guerra, las peleas, las reconciliaciones, las carreras, las risas, las meriendas,  las noches de historias de miedo con zumo de moras que cogíamos en el camino a la playa... Recuerdo a Malú, a Sara, a Rafa, a Javi, a Clara y Jeni, a Brais, Sergio y Mireia, a Paula y Eva, a Riki, Buba, Bole, Sera y tantos más...
Pero lo que más me gusta recordar es el olor de la playa, de la arena, de la sal pegada a la piel después de un baño muy largo; el olor de las mañanas de pan recién hecho en la panadería de la esquina; el olor de la crema que nos poníamos para tomar el sol; el olor de la casa que desde hace 27 años guarda algunas de las historias más bonitas de nuestra familia; el olor de las tardes de lluvia en pleno mes de julio; el olor de las noches en el camino... Nunca olvidaré el olor de las hogueras de San Juan, o el de las sardiñadas con las que celebrábamos que estábamos juntos un verano más. Y el olor, triste, de cada despedida cuando llegaba el final del verano.
Ahora, con mi nueva familia, sigo acercándome al mismo lugar, a la misma playa, a la misma casa donde se forjaron todos estos recuerdos. Donde viví momentos importantes, duros, divertidos o incluso ridículos (ay, maldita adolescencia...). Y allí, donde sigo viendo a la niña que llegó, con menos de 6 años, cargada de ilusión a un nuevo lugar en el que pasar sus días de vacaciones, veo ahora a mis dos hijos, con sus gorros y bañadores, con sus cubos y palas, con sus primeros amiguitos de la playa. Prueban la arena y el mar. Disfrutan de cada segundo antes de que se apague la luz (así se refiere Mario al anochecer). Comen, juegan, ríen, hacen travesuras, aprenden a decir sus primeras palabras, a dar sus primeros besos y a guardar esos maravillosos recuerdos, aunque todavía no lo sepan...